Cuando parece que han enmudecido las voces proféticas surge un nuevo modo de manifestarse la Palabra de Dios. En plena crisis macabea (167-164 a.C.), después de muchos años sin que hubieran surgido profetas en Israel, fue redactado el libro de Daniel que, si bien enlaza con los profetas anteriores a los que cita expresamente (9,2) o a los que imita en lo concerniente a visiones celestes (cfr. Ez 1,3-4; Dn 8,2-3), presenta un mensaje y una forma literaria parecidos a los que se encuentran en otras obras judías de la época e incluso anteriores que no han pasado a formar parte de la Biblia.
Daniel destaca por anunciar la venida del Hijo del Hombre y la instauración definitiva del Reino de Dios. Ambos acontecimientos se cumplirán en Cristo resucitado: «Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: “A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás” (Dn 7,14)» (Catecismo, n. 664).
“He aquí que con las nubes del cielo venía como un hijo de hombre (…) A él se le dio dominio, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron” (Dn 7,13-14)
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